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jueves, 25 de junio de 2015

No sólo de elecciones vive la democracia

Por Dante Caputo | Para LA NACION

Desde hace 32 años, ningún golpe de Estado interrumpió en la Argentina el mandato de un presidente electo en las urnas.
Es el período democrático más prolongado de nuestra historia, lo cual puede, naturalmente, llevar a pensar que la democracia se ha convertido en el sistema político estable que organiza la sociedad y el poder en nuestro país.
De hecho es lo que piensan o creen casi todos.
Las turbulencias, las grandes incertidumbres y las carencias que vivimos se suelen vincular a fallas en la economía, a errores en las políticas públicas o al mal desempeño de los altos funcionarios del Estado por un amplio abanico de motivos, desde la ineptitud hasta la corrupción.
Sin embargo, a pesar del convencimiento difundido de que vivimos la victoria de la forma democrática de gobierno, en gran parte nuestras crisis e insatisfacciones provienen de una democracia en involución, que va perdiendo las condiciones para organizar la sociedad y el poder. No es cierto que la democracia argentina goce de buena salud...
Más bien está raquítica y enferma.

No hay, desde 1983, usurpación del poder por la fuerza, pero ésta no es la democracia por la que muchos nos movilizamos durante la dictadura.
Queríamos que retornara el derecho a la vida, a la seguridad, a la libertad en todas sus formas, y que cesara la arbitrariedad.
Soñábamos con un poder que se sujetara a la ley, y no una ley que se adaptara a las necesidades del poder.
Los dictadores creaban a cada paso "su ley" y, aun así, la violaban.
Todo aquello que nos motivaba tenía un nombre que hoy puede sonar abstracto o vacío.
Queríamos el retorno, o más bien la creación, del Estado democrático de derecho, que define una cierta manera de elegir los gobiernos, de guiar y controlar su actuación y velar por los resultados de su acción.
Es ese Estado democrático de derecho el que ha sido duramente golpeado en la Argentina.
Es un golpe silencioso, disimulado y, lo más grave, inadvertido que se le ha dado a la democracia.
Este no es sólo un mal nacional.
En varias sociedades de la región la democracia ha ingresado en un período de cambios que alteran su valor y significado originarios. Nosotros somos un caso notable de estas alternaciones que se traducen en el deslizamiento hacia una forma ambigua e inquietante de organización política, "el autoritarismo electoral".

Hay elecciones, pero el Estado democrático de derecho cada vez menos regula la vida en sociedad y el funcionamiento del poder.
Si miramos más allá de nuestro territorio, Venezuela es el caso más avanzado de esta degeneración de la democracia.
Existe un consenso entre quienes estudian estos temas en que las democracias deben cumplir con tres condiciones:
Los gobernantes deben ser electos por la voluntad popular mediante elecciones libres y limpias,
deben ejercen el poder cumpliendo con el Estado de derecho y el resultado de su actuación debe mejorar el bienestar general.

En suma, una democracia es tal por su origen, sus procedimientos y sus resultados.
Si las dos últimas no fueran condiciones necesarias, alcanzaría con ganar una elección sin fraude para que un gobierno sea considerado democrático.
Después podría suceder casi cualquier cosa, incluyendo la violación de libertades básicas o decisiones típicas de un régimen autocrático.
Sólo quedaría en pie la democracia electoral, pero no sólo de elecciones vive la democracia.
Además no habría que olvidar que la elección por sufragio universal es en rigor una consecuencia del Estado de derecho.
Votamos para elegir porque es parte de nuestra estructura normativa.
En nuestro país hay síntomas preocupantes de estas regresiones, pero estamos lejos de darle la dimensión adecuada al peligro que representan.
En ese sentido, uno de los principales problemas es la dificultad para comprender la naturaleza y los alcances de esta cuestión, y el lugar que debería ocupar en la agenda pública.

Más que plataformas electorales leídas por pocos y ejecutadas por menos, sería importante que los candidatos tomaran posición sobre esta cuestión y sus maneras de abordar el problema, pero no es -como puede verse- el caso.
Sin embargo debería ser evidente la seriedad de estos retrocesos.
Cuando el Estado democrático de derecho se degrada, también se debilitan el conjunto de normas (y su aplicación) que una sociedad se ha dado a sí misma para regular las relaciones de las personas, las organizaciones y el Estado.
¿Por qué alguien no puede matar impunemente?
Porque, entre otras cosas, hay una norma que lo prohíbe y una pena que lo disuade.
De la misma forma, una empresa está obligada a prestarle el servicio que usted contrató para recibir un pago a cambio.
Y, sobre todo, están las normas que regulan la relación de quienes ejercen el poder político con el resto de la sociedad.

El presidente, aunque tenga la legitimidad de las elecciones, no puede tomar cualquier decisión sobre la vida y la hacienda de las personas, sino que debe hacerlo respetando las normas que regulan esas cuestiones.
El poder de un mandato no es, en democracia, arbitrario:
Debe sujetarse a las normas y ser controlado.

En una tiranía el poder se ejerce con arbitrariedad absoluta...
En democracia, el poder se ejerce con legalidad absoluta.
Este enorme andamiaje que protege nuestra vida en sociedad, que nos otorga derechos y obligaciones, nace, a su vez, de la legitimidad popular: quienes dictan las normas representan a la sociedad.
No se trata sólo del Estado de derecho a secas, sino del Estado democrático de derecho.
Las formas básicas de democracia nacieron de la decisión de ciertos sectores de controlar el poder absoluto del monarca, en particular el poder para imponer tributos.
¿Cuándo podía pedir el rey para financiar sus guerras?
En algún momento del siglo XIII en Inglaterra empezó a funcionar un sistema por el cual el rey no podía cobrar impuestos de manera arbitraria.
Esa decisión debía contar con el acuerdo de quienes pagaban.
Así nacieron la representación política y los parlamentos.
Aquel texto (la Carta Magna), más corto que este artículo, creó las bases de la organización política de Occidente.
El impuesto dio nacimiento al Estado de derecho.
Balbuceante al inicio, se expandió luego a todos los individuos y a todas las actividades.
En la Argentina, en cambio, el Estado de derecho es sistemáticamente violado.
Desde hace años que rigen en el país poderes excepcionales para el presidente (llamados "superpoderes") que otorgan una amplia discrecionalidad sobre recursos monetarios fuera de la decisión del Congreso.
El destino de los recursos recaudados por los impuestos no depende de los representantes de los contribuyentes.
A su vez, el Congreso no cumple con sus funciones básicas de control.
Por ejemplo, el general Milani, que ayer ha pedido su pase a retiro por "cuestiones personales", es en la práctica el jefe de los servicios de inteligencia en la Argentina, aunque eso esté absolutamente prohibido. En 2015, el presupuesto de la inteligencia militar (las tres fuerzas suman 837 millones de pesos) será superior al de la Secretaría de Inteligencia (800 millones), en un país que carece de hipótesis de conflicto.
A su vez, a comienzo de este año se creó una nueva secretaría de inteligencia que, en la práctica, sirvió para echar a los disidentes y ubicar a los militantes propios.
¿Y cuál es la consecuencia de todo esto, que sucede a la luz del día cuando un grupo usa al Estado para espiar ilegalmente a los argentinos? 
Ninguna.

Nuestro país no debe deslizarse en la pendiente del "autoritarismo electoral".
El debate de estas cuestiones es vital para nuestro futuro.
¿Qué dicen los principales candidatos de la oposición?
Callan y sonríen en los programas de gran audiencia, con un silencio estremecedor sobre estos asuntos, que los hace corresponsables de la declinación de nuestra democracia.

El autor, politólogo, fue canciller durante el gobierno de Raúl Alfonsín

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